![]() |
Luis de la Sierra |
El viento había rolado bruscamente de oestenoroeste y ahora nos empujaba con maligna fuerza sobre los acantilados.
La recalada de un velero que carece de radar hecha con mal tiempo sobre una mortífera costa accidentada a sotavento es sin duda muy arriesgada; seguía soplando en su role por la amura de babor. Por la aleta de estribor, casi por la popa, avanzaba hacia nosotros una procesión infinita, impresionante, de grandes olas desmelenadas que pronto nos rebasaban orgullosas, y tras zandarearnos sin piedad, seguían su viaje.
Tratar de ceñir con aparejo de capa, nos hubiese llevado a las piedras, sólo cabía virar por redondo y alejarse hacia el sur, o meter el trapo a toda prisa y ganar barlovento a base de motores. El barco estaba parado en facha, las pocas velas que llevábamos daban fuertes golpetazos. Cuando sopla un vendaval deshecho, las velas se resisten diabólicamente a dejarse empañicar, primero y aferrar después; la lona es áspera y dura y el viento las tesa y hace inmanejables. La faena requirió tiempo y esfuerzo.
El Comandante del buque Capitán de fragata don Manuel Seijo, gran marino, dio órden, con el aparejo aferrado, sin peligro ya para los marineros arbolados, de avante a los dos motores diesel, que literalmente se caían de viejos, que aguantaron 60 interminables minutos de lucha contra el mar para sacarnos de aquella mortífera costa.