
Por: José María Castrillón
No se puede describir lo maravilloso del cielo cuando navegábamos por las noches en alta mar, todo en silencio, no teníamos ningún motor encendido, ni los alternadores para la producción de luz, ya que se encendían las luces de situación, la de alcance y la del tope, con aceite y fuego.
El cielo estaba muy estrellado, la luna se reflejaba en el mar y se veía el agua de formas diferentes; ni una brizna de viento, las velas caídas, no se observaba ninguna luz, ni barco en el horizonte; no había ninguna contaminación lumínica, solamente se oían los resoplidos de los delfines y otras faunas de la mar ; todo era tranquilidad mientras nosotros nos tumbábamos sobre la cubierta del castillo, y teníamos conversaciones a media voz, sobre la extraordinaria belleza del firmamento en todo su esplendor.
Así estábamos hasta que sonaba la campana dando las horas y los vigías o serviolas dejaban oír su potente voz diciendo: " serviola a estribor, sin novedad", "serviola a babor, sin novedad". Parecía que retumbaban en todo el horizonte, ya que eran los únicos sonidos que perturbaban la serenidad de la noche.
Si nosotros nos acostábamos tarde, teniendo la media, ya no nos acostábamos, preferíamos estar en la tertulia de grupos pequeños, sobre el castillo, hasta entrar de guardia, y antes de entrar en ella, tomábamos la sopa de ajo, luego seguíamos de guardia sobre la cubierta hasta el alba; otro espectáculo inolvidable, si la noche había sido estrellada y sin nubes.
El amanecer, lo mas grandioso que jamás he visto, hasta que asomaba el sol por el horizonte. A ese espectáculo acudían todos, ya que dejábamos encargado a la guardia, que nos avisaran al amanecer, para ver esa espléndida llegada de otro día.
Todos estábamos sobre la borda, pero no se oía ninguna voz, a pesar de estar todos allí presentes, cada uno sumido en sus pensamientos de admiración y con la boca abierta, esos eran los únicos momentos felices para nuestro interior.
Merecía la pena pasarlo"canutas" para tener estas visiones; pero cuando salía el sol, ahí se terminaba todo, y empezaba el ejetreo en el buque, todos no poníamos en movimiento, cada uno a su destinos y palos.
Si bien lo pasábamos mal, en general, pero teníamos la recompensa de esos momentos felices interioriores, viendo la grandeza de esa naturaleza por los trópicos.