CALMA CHICHA en el GALATEA


Luis de la Sierra
    Zarpamos de El Ferrol en verano de 1.944 rumbo a las portuguesas islas de Madera llevando a un grupo de aprendices y de cabos de marinería que efectuaban sus correspondientes cursos  en la Escuela de Maniobra de la Armada y que ahora harían sus prácticas de mar. Navegábamos dando amplísimas bordadas, aunque siempre buscando las derrotas veleras, pues no se trataba de llegar cuanto antes, sino de acopiar singladuras; así que empleamos 17 días en el viaje de ida y 20 en el de vuelta, navegando siempre a vela.

   Tuvimos buen tiempo, y hasta calma chicha.
Entonces, cuando el aire quedaba inmóvil, el velero permanecía aboyado sobre una mar llana, como el vidrio, brillante e intensamente azul, con todas sus velas perezosamente caídas, a telón, mientras que los ruidos de abordo cobraban una resonancia especial, un tanto solemne.

     Nos hallábamos, por supuesto a una distancia enorme de la correcta  para los antiguos veleros enteramente dependientes del viento como única propulsión; mortífera zona de las " calmas ecuatoriales " a caballo sobre el cinturón del mundo. 
  Pero no podíamos menos de pensar en lo que tuvo que suponer, en los tiempos de la navegación a vela, el quedar allí atrapados, como sujetos al fondo del océano
por alguna monstruosa rémora maligna, es decir, como nuestro Galatea entonces, pero sin disponer de motores a bordo, durante semanas,
en que los víveres frescos se evaporaban, el terrible escorbuto se cebaba en los más débiles o desnutridos, desfallecían las esperanzas, y los cerebros comenzaban a vacilar como una llamita a punto de extinguirse.
   Días de soledad infinita, interminables, enloquecedores, aprisionados por un círculo inmenso del horizonte de aquel implacable desierto líquido.  

              Hasta que se acababa por echar los
 botes al agua para remolcar al velero y tratar de arrancarle de la zona maldita, abrasadora durante el día y siempre sin un soplo de viento que se mantuviera en alguna dirección, u obstinadamente encalmada, saliente, como muerta, en la que el tiempo parecía haberse detenido y no se veía vela o mástil alguno en lo que abarcaba la vista del fatigado serviola encaramado en la cofa, hasta que una dulce brisa empezaba a jugar con las
caídas velas.