AÑORANZA DE MAR





Por Jose María Castrillón



Hace unos días, como de costumbre, me fui a pasear por el puerto y enfilé mis pasos por el espigón de la entrada al puerto.
   Era un día muy frío, de mucho viento y no había nadie, ni buque alguno que estuviera haciendo alguna maniobra de entrada y salida. Estaba todo quieto, desierto, no se detectaba movimiento alguno, por lo que me sobrecogió ese estado de inquietud.

El viento arreciaba, a unos cuarenta nudos, y para protegerme, levanté el cuello de mi paka y metí las manos en los bolsillos para resguardarlos del frío. Me puse a caminar  hacia el final del espigón; cuando a lo lejos, diviso una figura que no se movía; al acercarme a ella pude comprobar que se trataba de una persona que se encontraba absorta en sus pensamientos y con la mirada fija en la mar y su horizonte.


   Yo, ya la conocía de vista, pues siempre acudía al mismo lugar y a la misma hora. Se trataba de un capitán de la marina mercante retirado. Nos cruzamos las miradas, pero no nos dijimos nada, cada uno estaba enfrascado en sus pensamientos.

 Como el tiempo iba empeorando, presagiado por unos negros nubarrones, que se acercaban a cierta velocidad, de común acuerdo y sin mediar palabra, tomamos la decisión de abandonar aquel lugar. El iba unos metros por delante de mí y yo le observaba percatándome, como de vez en cuando, se paraba unos instantes y dirigía su mirada hacia la bahía y hacia el horizonte.

 Dentro de mí tuve la sensación de que este marino estaba esperando el buque del que durante muchos años fue capitán; pero seguimos caminando, un poco mas apurados para huir de la soledad del entorno y de la tormenta, que se dirigía ahora sí con toda rapidez hacia nosotros. 


  Cuando estábamos muy próximos a abandonar el espigón, el marino se para nuevamente durante mas tiempo, haciendo un recorrido con su mirada, a todo el horizonte y a toda la mar. En el entorno, y hasta donde alcanzaba la vista, no se divisaba un sólo movimiento, ni un solo buque donde detener la mirada.


 Seguía esperando su añorando buque mercante, que mandó durante muchos años, aquel buque era su hogar, en el que era la máxima autoridad y en el que tenía reservada la silla de capitán, en la que nadie podía sentarse. No, su vida no estaba en tierra, sino que seguía allí, en la mar, abordo de su mercante al cual seguía esperando.


  Cuando comprobó de nuevo que no había buque alguno en el horizonte, movió su cabeza negativamente, metió sus manos en los bolsillos, después de cerciorarse de que su gorro estaba bien calado y salió del puerto.

  Todavía hoy, sigue acudiendo a la invisible cita con su buque, día tras día. 
 De vez en cuando, algún barco entra en puerto y se encuentra él allí, sale el capitán al alerón del puente y agitando la mano le saluda.-